Dolores en el camino
Leyendas de los Dioses Murciélago I.
Por: Christian Sandoval.
Esa vez, un hombre poderoso andaba por ahí, haciendo campaña para
volverse diputado; traía una escolta de camionetas grandes y costosas, cada una
con cinco o seis guarda espaldas, excepto en la suya, donde lo acompañaban tres
y un par de señores igual de importantes.
La madrugada era plena y el cielo limpio, estrellado; hacía un frío
endemoniado y la tierra que levantaban los neumáticos formaba nubes luminosas
en la oscuridad. Aún así, el candidato alcanzó a ver la pequeña silueta sorteando
los obstáculos al filo del barranco, espero pacientemente hasta que los
vehículos le dieron alcance, y así pudo apreciar su belleza.
Con voz rasposa ordenó que la
subieran a la parte trasera de la camioneta y corrieran la cortina de plástico
negro. ¿Quieres que te lleve? Preguntó él, panzón, medio calvo, con piernas
largas gruesas. Se descubrió obsesionado por su belleza. La verdad es que era
un mal hombre.
“No tengas miedo” le susurró al hundir su mano velluda dentro de
la leve vestidura. Cuál sería su sorpresa que en vez de llanto, hubiera una
sonrisa en los tibios labios, que con una voz parecida al silbido de un
conjunto de aves por la mañana arrojó una retahíla de palabras incomprensibles, y
aquel nombre sagrado que tanto le gustaba: Dolores.
La abrazó desesperado, deseando
que penetrara en su nariz ese olor almizclado que transpiran las muchachitas a
esa edad, pero sólo aspiró frágil cuello un aroma a tallos mojados y flores de
camposanto. La boca de la jovencita se cerró sobre la suya, más grande que la
de él, más grande que una fosa mortuoria, que un abismo podrido, con su
alfombra-lengua hecha de larvas blancas.
Ahí se perdió el político, oyendo
durante los últimos instantes la voz de su madre, cantándole a la rorro y
platicándole viejas leyendas sobre brujas, y nahuales, porque él también,
alguna vez… fue un hombre de campo.
Los guardias no saltaron al
escuchar su último suspiro, menos con
aquel chasquido líquido que se producía una y otra vez del otro lado de la
cortina, hasta lo callaron con música de bandas. Eso sí, antes de llegar a
poblado decidieron llamar al patrón para que se vistiera y botara a la chamaca
en algún barranco.
Como no respondía, corrieron la
cortina, sólo para encontrar un pellejo
moreno, vacío de carne y huesos, como un costal espachurrado, por cuya boca se
asomaba su interior rojo, liso, brillante, como una cereza.
En las películas vemos que los
demonios chupasangre se llaman vampiros. Yo nací en este pueblo, y acá les
llaman de otra forma. Antes que vinieran los españoles les decían dioses, y los
veneraban con sacrificios; Ahora supongo que andan muy hambreados porque nadie
cree en su existencia.
Si no quiere no me crea, pero a
mí se me apareció: Manejaba este mismo camión, por allá, más adelante, y me
quedé hipnotizado de esos ojos, de ese cuerpo frío oloroso a panteón. No, ¡palabra
que no la toqué! Lo único que hice fue comprender su naturaleza, es nada más
una niña, y necesita quien la cuide.
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